Fernando Neira
24 ABR 2008
Jean-Michel Jarre, el martes, en el Palacio de Congresos. / CLAUDIO ÁLVAREZ |
La excusa para esta visita del compositor de Lyón la encontramos en la regrabación de su álbum de cabecera, Oxygène, ahora que se cumplen 30 años desde que media humanidad se imaginara flotando por el espacio al son de aquellos impactantes chisporroteos interestelares. Salvando las muchas distancias estilísticas, a Jarre le ha sucedido algo parecido a lo de Mike Oldfield con su Tubular bells: la sombra de su título referencial es tan alargada que eclipsa toda la producción posterior. Ambos han optado por ponerse en manos de sus departamentos de mercadotecnia y revisitar la obra mítica al cumplirse la tercera década desde su aparición. Es una postura más rentable, sin duda, pero admisible: aunque el nuevo Oxygène apenas aporta un sonido más limpio que el original de 1977, su reescucha supera con creces la siempre implacable prueba del reloj.
La sensación tal vez encaje con los "placeres culpables". Cabría pensar que una partitura tan robótica como la de Oxygène, estirada ahora para el directo hasta los 70 minutos, acumula todos los pecados de aquella precoz fascinación por los artilugios repletos de cables. Podríamos predecir que toda aquella retórica pomposa ha quedado reducida a la condición de yermo anacronismo. Epur si muove. Y pasajes como las partes II y IV o la escandalera del theremín en la parte III conservan un efecto demoledor.
No había más que ver las muchas sonrisas embobadas o el enjambre de grabadoras digitales para comprender que a esta composición le acompaña la buena estrella desde su nacimiento. Estos seis movimientos sintetizados se agigantan en la memoria colectiva de un par de generaciones. La obra magna de Jarre cuenta hasta con el insospechado aval de la premonición: ese emblema de Michel Granger con el planeta Tierra transmutándose en calavera se comprende hoy mucho mejor que cuando casi nadie sabía qué demonios era la capa de ozono.
Source: elpais
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